Salgo expulsado por las Fuerzas Armadas que se han adueñado del Gobierno de
la República y de las cuales he sido prisionero desde la mañana del miércoles
24 de noviembre de 1948. No he renunciado a la Presidencia a que me llevó el
voto del pueblo en la jornada democrática de las elecciones efectuadas el 14 de
diciembre del año anterior, y al dejar el territorio de la Patria no quiero
dirigirme al pueblo en formas altisonantes de alocuciones para pedirles
sacrificios en la defensa del derecho que se le acaba de arrebatar, sino para
invitarlo a reflexionar sobre el verdadero sentido del acontecimiento que se
acaba de producirse, porque es un dramático momento de su historia, este que
atraviesa Venezuela.
Ya dije, repetidas veces, en las plazas públicas de casi todo el país
durante mi campaña electoral por la Presidencia de la República, que la suerte
que entonces se estaba decidiendo no era la de unos determinados partidos políticos
en contienda electoral, sino el destino de la democracia venezolana que por
primera vez en nuestra historia iba a campar por sus fueros sin restricciones
ni artimañas en el terreno del sufragio y por desventura nuestra lo que ha
sucumbido bajo el golpe militar no es sólo la actividad lícita de mi Partido,
sino todo el sistema político de auténtica consulta de la voluntad popular para
la constitución de gobiernos legítimos, sistema que no puede realizarse sino
por medio de la existencia de organizaciones políticas con efectiva libertad de
acción.
Y la verdad, la ingrata verdad, es ésta: la usurpación de poder llevada a
cabo por las Fuerzas Armadas va encaminada forzosamente a la supresión de la
actividad de los partidos políticos, siendo necesario reconocer que el proceso
que acaba de culminar comenzó desde la misma noche del 19 de octubre de 1945, cuando
se organizó la Junta Revolucionaria de Gobierno con mayoría de hombres de
Acción Democrática.
Dos corrientes comenzaron a producirse en el seno de las fuerzas militares
desde el primer momento: a un lado los jefes y oficiales dispuestos a
mantenerse fieles al compromiso contraído con el pueblo de Venezuela de
restituirle el uso pleno de su soberanía política, fundamento de nuestro
régimen institucional aunque nunca realmente practicado, a fin de que no fuese
ya la voluntad omnímoda de jefes militares con respaldo de fuerzas armadas, la
que decidiese en que manos podrá quedar el gobierno de la República, sino la
soberana voluntad del pueblo en comicios libres de toda presión; y al
contrapuesto lado, los hombres de armas que sólo ellos podían ser, en última
instancia, los verdaderos electores puesto que eran legítimos herederos de
aquél que alzó la arrogancia armada de sus arrestos de valentía ante la hermosa
y enérgica, pero totalmente ineficaz del Presidente José María Vargas.
Conspiraciones y golpes frustrados fueron las tentativas por medio de las
cuales los sostenedores de la tesis militarista quisieron detener la marcha del
proceso cívico que se había iniciado y que queda señalado en nuestra historia
por dos jornadas electorales: la que dio origen a la Asamblea Nacional
Constituyente, el 27 de octubre de 1946 y la de la elección de Presidente de la
República y de Senadores y Diputados el ya mencionado 14 de diciembre de 1947,
hermosos momentos de nuestra historia en los cuales el pueblo venezolano-
hombres y mujeres, letrados y analfabetos-dio un admirable ejemplo de madurez
de conciencia política y de plena capacidad para los ejercicios pacíficos del
civismo.,
Pero si eso debió de satisfacer a los militares de la primera de las
actitudes mencionadas y definidas y que podríamos calificar de civilista,
en cambio, no podía sino lanzar por el caminos de la violencia a aquellos otros
que no estaban dispuestos a renunciar al tradicional privilegio que hasta el
octubre revolucionario detentaron, directa o indirectamente, y he aquí como
acaba de producirse el zarpazo.
Antes se agotaron sus esfuerzos algunos de ellos altos jefes del ejército y
entre ellos el Ministro de la Defensa en quien yo había depositado mi confianza,
en el propósito de ablandarme para obligarme a ceder a sus ambiciones de
prepotencia, llegando hasta intentar imponerme líneas de conducta política.
Resistía tales pretensiones con la entereza a que me obligaba la confianza del
pueblo depositada en mí, pronuncié palabras enérgicas que el destino me
dictaba, como también las más persuasivas que las circunstancias requerían, y
cuando ya nadie podía dudar de mi inflexibilidad en la defensa del honor del
poder civil con que el pueblo me había investido, cuando ya nadie podía
acariciar la esperanza de que yo fuese un juguete en manos voluntariosas, se
produjo, una vez más, el atentado de la fuerza contra el derecho.
Paralelo a ese antagonismo entre el poder civil y el poderío militar que
tiene en Venezuela carácter histórico, venía desarrollándose y acentuándose el
que se planteaba entre los tenedores de las fuerzas económicas más poderosas
del país y la política de democratización de la riqueza y de justa remuneración
del trabajo que por medio de créditos fáciles y baratos, en auxilio del pequeño
industrial, del campesino y del obrero necesitado de vivienda propia, mediante
una justa aplicación de la Ley del Trabajo amparadora de las legítimas reivindicaciones
obreras, iba firmemente adelantado mi Gobierno Constitucional. Fuerzas de
raigambre reaccionaria, aquéllas, en la mayor parte de sus componentes
humanos-porque hay sin duda honrosas excepciones- que no podían cruzarse de
brazos ante esa mencionada política y a las cuales yo acuso, sin mínimo temor
de incurrir en imputación calumniosa, de haber sido animadores de esta
concitación de las Fuerzas Armadas contra los derechos del pueblo en lo
político y contra sus legítimas conquistas logradas en lo económico y social.
Poderosas fuerzas económicas las del capital venezolano sin sensibilidad
social y, acaso también las del extranjero explotador de la riqueza de nuestro
subsuelo del cual no era dable esperar que aceptase de buen grado las
limitaciones que les hemos impuesto en justa defensa del bienestar colectivo
con el aumento de sus tributaciones al fisco nacional y con la determinación de
no continuar prodigando nuevas concesiones petroleras que han de ser reservas
de la riqueza del porvenir de Venezuela, han sido ellas- no vacilo en
denunciarlas, repito- las que han inflado la gana tradicional de poderío que
alimentaban los autores del golpe militar hoy victorioso.
Pero hoy todavía algo más que Venezuela o Hispanoamérica entera deben
saber. Aquí ha ocurrido un acto más de la tragedia que en nuestra América viene
ya produciendo la democracia. ¿Quién maneja esta máquina de opresión que ya se
ha puesto en marcha sobre nuestro continente? ¿Qué significa la presencia
constatada por personas que me merecen fe absoluta de un agregado militar de
embajada de potencia extranjera en ajetreos de cooperador y consejero en uno de
los cuarteles de Caracas mientras se estaba desarrollando la insurrección
militar contra el Gobierno Constitucional y de puro legítimo origen popular que
yo presidía?
No ha sido, pues, tal insurrección un accidente de nuestra vida política,
de suyo propicia a las conmociones de este género, sino un síntoma más sobre la
América de nuestra lengua y de nuestro espíritu, de algún propósito prepotente
de impedir que nuestros pueblos afirmen su esencial característica democrática
y desarrollen libremente su riqueza para obtener su independencia económica, a
fin de que no puedan decidir su propia suerte histórica como pueblos soberanos.
Piensen en todo esto siquiera un poco los que hoy, ofuscados por las pasiones
políticas, celebran el derrocamiento del Gobierno Constitucional que yo he
presidido: penetren con ánimo sereno en el verdadero sentido de este
acontecimiento y adviertan que no es cosa de que pueda regocijarse ningún
partido político nutrido de sentimiento venezolano y realmente puesto al
servicio de la Democracia. La obra llevada a cabo por los hombres de Acción
Democrática que hemos asumido responsabilidades de Gobierno será juzgada por la
historia imparcial; pero el destino que se está decidiendo en estos momentos no
es el de un grupo político, sino el de un pueblo, nuestro pueblo, con derecho o
no a decidir su propia suerte.
Y yo he cumplido el deber que me fue señalado, yo he defendido hasta el último
momento de responsabilidad activa, la dignidad del Poder Civil cuyo ejercicio
se me confió dentro del marco de las leyes y de esta nueva experiencia de mi
mismo ante el destino no me llevo amarguras sino profundas satisfacciones: he
sido objeto de la confianza de mi pueblo, fui lealmente asistido de la recta colaboración
de compañeros de partido y de meritísimos ciudadanos políticamente
independientes-lamentablemente excepción la del Ministro de la Defensa Carlos
Delgado Chalbaud. Y junto con ellos he contribuido a que Venezuela hiciera, a
su vez, una experiencia enaltecedora de su dignidad histórica que difícilmente
podrá olvidar.
Respondan desde ahora de su porvenir quienes han empeñado las armas de la
violencia contra los legítimos ejercicios del derecho.
Caracas, diciembre de 1948.